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El Titán Prometeo

Flame! por B.R.

El mito prometeico no sólo permite una inmensa variedad de interpretaciones, sino que además se halla imbricado y montado sobre otras muchas leyendas griegas con las que forma una trama muy particular.

Como buena parte de la mitología helénica, la historia del titán Prometeo contiene lagunas y hasta versiones diferentes. Si bien todas lo hacen hijo del titán Japeto, no ocurre lo mismo respecto de su madre, que para ciertas versiones es Climene y para otras Asia. Lo propio sucede con el nombre y cantidad de sus hijos y con varios otros aspectos de su leyenda. De hecho, si bien una tradición lo convierte en el creador de la raza humana —a la que habría moldeado con arcilla—, Hesíodo no recoge este episodio en su Teogonía, y sólo habla del titán como de una suerte de bienhechor de la humanidad.

El drama de Prometeo da comienzo con el célebre episodio del robo del fuego. El hombre ya ha sido creado, pero vaga sobre la tierra como un animal, inconciente de sí mismo y ayuno de todo rasgo de humanidad. Aún es un ser incompleto, le falta esa “chispa” o ese “aliento” divino que solamente los dioses pueden otorgarle. Pero en el monte Olimpo, la morada de los dioses, nadie se interesa por ello. Zeus apenas presta atención a esas criaturas que no difieren mucho de una bestia de carga. Sin embargo, Prometeo resuelve insuflar un alma en el cuerpo de cada hombre, y para ello decide robar algunas semillas de aquel fuego sagrado y esparcirlas sobre la tierra.

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Aquí el mito presenta algunos rasgos interesantes. En primer lugar, el fuego posee un carácter netamente simbólico: al igual que en el Antiguo Testamento, donde Yahvé suele aparecerse en forma de llama (Ex 3:2), aquí no sólo representa aquella “chispa divina” de la que hablábamos recién, sino que, utilizado como herramienta, señala los primeros balbuceos de la tecnología: otorga luz y calor, sirve para cocer alimentos y fraguar metales. Con aquella preciosa fuente de energía, Prometeo arranca a los hombres de su estado salvaje y les otorga un primer atisbo de civilización. En tal sentido, pues, podría ser considerado el padre de la tecnología.

Pero, ¿cuáles son sus motivos? ¿Qué lleva a Prometeo a burlar a los dioses, robar aquel fuego sagrado y abandonar la paz del Olimpo? Una primera respuesta invoca su carácter filantrópico: Prometeo ama a los hombres, y por ese motivo pone en juego su propia jerarquía divina con tal de llevarles algún beneficio. No obstante, como hemos visto, no todas las versiones del mito le adjudican la paternidad del género humano, y en ese caso, resulta algo inexplicable el que arriesgue su propia vida por esas criaturas. En consecuencia, los motivos del titán, que además sufrirá indecibles torturas a causa de su osadía, quedan ocultos tras una bruma de especulaciones.

Pero este es sólo el comienzo de la historia. Descubierto el robo del fuego olímpico, Zeus no demora en tomar sus represalias: Prometeo será encadenado para toda la eternidad a una enorme roca situada en el Cáucaso. Amén de ello, un águila gigantesca roerá su hígado, que volverá a regenerarse al día siguiente para ser devorado una vez más, y así hasta el fin de los tiempos. Aquí también existe una connotación simbólica: no es casual que el águila se alimente del hígado del titán. Del mismo modo que en tiempos medievales se consideraba al corazón como el centro de la vida, al igual que los pulmones o el páncreas lo eran para otras civilizaciones —por cierto, siglos después, Descartes ubicaría el alma humana en la glándula pineal—, para los griegos el hígado constituía el centro vital por excelencia. Al perderlo cada día, Prometeo es condenado a una suerte de agonía perpetua.

Sin embargo, a diferencia del infierno cristiano, donde las penas son eternas e irrevocables, la mitología helénica admite excepciones y a veces muda sus reglas. Zeus había decretado el castigo de Prometeo a perpetuidad; más aún, había jurado por las aguas de la Estigia que nunca habría de librar al titán de las cadenas. Pero los dioses olímpicos, a diferencia de las grandes divinidades de las religiones monoteístas, carecen del don de la omnipotencia. De ahí que la intervención de Heracles diese un nuevo giro a la historia de Prometeo. En cierta ocasión, mientras deambulaba por el Cáucaso, el gigante divisó la piedra en que se hallaba Prometeo, observó sus cadenas y en un arrebato de piedad acabó con el águila de un flechazo.

Aquello era suficiente para despertar la ira olímpica, pero Zeus, lejos de enfadarse, consideró el acto de Heracles como una proeza y concedió la libertad a Prometeo. Con todo, el haber jurado por las aguas de la Estigia implicaba un compromiso del que ni siquiera un dios podía librarse, y por ello ordenó al titán que, PROMETEO

desde entonces, llevara un grueso anillo hecho con el hierro de sus cadenas y un trozo de la roca a la que había estado amarrado. Ambos estigmas impedirían al titán olvidar su crimen.

La intervención de Heracles aun tiene, indirectamente, otra consecuencia importante en el mito prometeico. Poco antes de matar al águila, otra de sus flechas había herido gravemente al centauro Quirón. Como todos los centauros, Quirón gozaba del don de la inmortalidad, pero la herida se le había hecho tan dolorosa e insoportable que, al hallar casualmente a Prometeo, decidió resignar su inmortalidad y cederla al titán. De ese modo, Prometeo se vuelve un ser inmortal, y además, a causa de sus dotes oraculares, obtiene el beneplácito de Zeus al revelarle una antigua leyenda según la cual uno de sus propios hijos lo destronaría.

Pero la historia de Prometeo es la génesis de otro mito igualmente célebre: el de la caja de Pandora. Cuando, airado por el robo del fuego, Zeus encadena al titán a su roca, decide asimismo castigar a los hombres, y para ello idea un plan funesto: reúne a todos los dioses olímpicos y les ordena fraguar una criatura cuyo propósito será llevar la desgracia al género humano. Cada uno de los dioses interviene en la creación y le confiere alguna cualidad: belleza, gracia, habilidad manual, persuasión. Así nace Pandora, la primera mujer, destinada al castigo de la raza humana, pues amén de las cualidades antedichas, Hermes ha puesto en ella la mentira y la falacia. Naturalmente, Pandora es un producto del imaginario helénico acerca de la mujer: una criatura inferior, engañosa, llena de mezquindades y asociada al mal, una idea común a muchas religiones

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(recuérdese el papel de Eva en la mitología judeo-cristiana).

Pandora se convierte, pues, en el “regalo” que los dioses envían a los hombres para su propia desgracia. Hesiodo cuenta que Pandora es obsequiada a Epimeteo, hermano de Prometeo, y aquí el mito deja entrever una pequeña sutileza: sabiendo que los dioses, además de encadenarlo a su roca, podían tomar alguna otra represalia, Prometeo aconseja a su hermano el estar alerta y sobre todo rechazar cualquier regalo proveniente del Olimpo. Sin embargo, Epimeteo desoye el consejo y, seducido por la belleza de Pandora, termina casándose con ella. La sutileza es de orden etimológico, pues, en griego, el nombre Prometeo significa aproximadamente “el que piensa las cosas con anticipación”, mientras que el de Epimeteo quiere decir exactamente lo contrario: “el que ve las cosas demasiado tarde”. Aprovechándose, pues, de la imprudencia e ingenuidad de Epimeteo, los olímpicos están seguros de que la belleza de Pandora lo hará caer en la trampa.

El mito cobra, a partir de entonces, una nueva dimensión. El propio Hesíodo no es muy explícito al respecto, pero habla de la existencia de una jarra que contiene todos los males del mundo y cuya tapa está sellada herméticamente. Una vez en la tierra y mordida por su propia curiosidad, Pandora decide abrir la jarra para espiar en su interior y con ello libera todos los males, que pronto se esparcen sobre la tierra. Es verdad que Pandora acierta a cerrar la jarra nuevamente, pero ya es demasiado tarde: sólo la esperanza, que se hallaba en el fondo, queda aprisionada como un símbolo, como

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un anuncio de que, frente a las mayores tragedias, siempre existe la esperanza como un último recurso.

Curiosamente existe otra versión del mito. En ésta, la célebre vasija no contiene todos los males sino todos los bienes. Al destaparla, Pandora deja huir a estos últimos, que pronto escapan del mundo y regresan al Olimpo. Una vez más, como en la versión anterior, la esperanza queda en el fondo de la jarra y confiere un matiz diferente a la historia: no hay bondad en el mundo, pero la criatura humana, como apunta Pierre Grimal, sigue conservando “el pobre consuelo de la esperanza”.

El de Prometeo es, para finalizar, un mito fundacional: habla de la creación del género humano, enfrenta al propio titán con su hermano Epimeteo, lo cual podría traducirse como la eterna lucha entre razón y sinrazón, y, mediante la presencia de Pandora y la vasija (al igual que Eva y la manzana), introduce, para desvelo de la humanidad, el concepto de la ética.

Pero además, la historia nada constantemente en un océano de ambigüedad. Por ejemplo, la curiosidad alienta la investigación y la búsqueda de la verdad, pero también, como en el caso de Pandora, lleva a la perdición del género humano. Asimismo, la esperanza juega un doble papel dentro del mito: en la primera de las versiones forma parte de los males, mientras que en la segunda aparece junto a los bienes. Una profunda reflexión acerca de la esperanza nos persuade acerca de esa doble condición: algunas veces la esperanza es un norte, una energía que impulsa nuestros actos. Otras, se convierte en un falaz consuelo ante lo inevitable.

En síntesis, pues, la tragedia de Prometeo nos descubre un racimo de enseñanazas morales y una honda concepción acerca del espíritu humano, sus ilusiones, ambigüedades y desengaños.